La proposición “Somos el pueblo elegido (de Dios)”, es, sin duda la proposición fundacional, o si se quiere, el fundamento, en el sentido fuerte, de la constitución de la identidad colectiva del Judaísmo. Después se agregaron otros atributos, pero no son más que eso: atributos. Su constitutivo fundacional es aquel: “el pueblo elegido de dios”.
Es su razón de ser: han sido elegidos por una razón, con un propósito y con una misión. Ser judío es realizar esa misión en su imposibilidad: ser un Justo. Así, con mayúsculas. El plan Divino necesita, para justificarse, esta raza de justos. Así, nacer Judío implica una condición diferenciadora de los otros humanos.
Pero además, este pueblo “elegido” (y aquí pueblo equivale a “etnia” ya que se refiere a los hijos de Abraham); no ha sido elegido por un dios entre otros sino por el “Dios Único”. Esto cancela, simbólicamente, la posibilidad de existencia de cualquier otro “pueblo elegido de dios” ya que se requeriría la existencia otro dios “elector”.
Debe admitirse también que una identidad colectiva así constituida, y el imaginario colectivo del que es solidario, coloca necesariamente a cualquier otro existente humano en un status ontológico inferior. No importa, para este comentario, cual es específicamente ese status, sea el que sea es inferior.
Simétricamente, la “raza superior” lo es también en relación a los otros existentes humanos. Y también aquí es superior en tanto resultante de una potestad inapelable: la evolución genética. Esta, al igual que el dios del viejo testamento, sigue sus propios designios evolutivos y también al igual que aquel, necesita la realización fáctica de su “elección”. Es decir que esta “raza” efectivamente se muestre como superior para validarse como “ley”.
Así, pueblo elegido y raza superior remiten al mismo fundamento en el sentido Perciano. Y en consecuencia, no solo diputan el mismo espacio de realización simbólica, sino que, en tanto fundamento, son uno.
Debe admitirse que dos identidades constituidas con base al mismo fundamento son esencialmente la misma identidad. Vale recordar, aunque quizás sea innecesario, que hablemos de identidades colectivas.
El Nazismo, dos mil seiscientos años después de Moisés, proclama su identidad con base en el mismo fundamento que el judaísmo y encuentra que este espacio de realización simbólica ya esta usurpado. Usurpado por una identidad que se constituye sobre el mismo fundamento que lo constituye a aquel. Y, por lo tanto por un “otro” convertido en un “mismo”.
Aquí no es, como quiere Ricouer, un “si mismo” como “otro” sino un “otro” como “si mismo” que, en tanto tal usurpa el espacio de realización simbólica que la identidad “raza superior” necesita para su realización porque, como decíamos antes, o hay raza superior o hay pueblo elegido. No puede haber ambos.
Y esto le plantea al Nazismo una encrucijada ontológica: solo será raza superior si no hay pueblo elegido. Por lo tanto el “Pueblo elegido” debe demostrarse como no-tal mediante el único factum posible: su extinción. Si fuese el elegido no podría ser suprimido; si es suprimido no era “el” elegido.
El holocausto no es un pogrum más ni el mayor de estos: no busca matar a los líderes u a los hombres de la casa de David y de la casa de Moisés. Necesita suprimir la totalidad de las ocurrencias. No sirve esclavizarlos, excluirlos o dominarlos como se hizo en todas las otras persecuciones que padecieron los judíos; no se les da la opción de convertirse o emigrar. El Nazismo solo será lo que su fundamento identitario le promete (y le exige como condición de posibilidad) si ese “otro” no es y, en tanto esto, nunca fue.
Así, no hay otra alternativa para el Nazismo que la supresión del total de las ocurrencias en tanto tales; así será igual de necesario eliminar al banquero y al niño. Será, si se quiere, un imperativo ontológico. Será una batalla por el espacio de realización simbólica de dos identidades que se quieren ontológicamente distintas y por encima de los otros existentes humanos. Una batalla que aun hoy continúa con dirección inversa: el “pueblo elegido” debe eliminar todo vestigio de la “raza superior” y debe hacerlo, como antes los Nazis, en la totalidad de ocurrencias, aunque ya solo se trate de ancianos inimputables.
Mag. Raúl Aragón
Director del Programa de Estudios de Opinión Pública.
Universidad Abierta Interamericana.
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